“Después de haber escrito Cien años de soledad, apareció en Barranquilla un muchacho confesando que tiene una cola de cerdo. Basta abrir los periódicos para saber que entre nosotros cosas extraordinarias ocurren todos los días.”

Gabriel García Márquez

El otro día fue mi cumpleaños.

Sentí el deseo de una montaña y así subimos a la cima del Cerro Campanario, una pequeña montaña cerca de San Carlos de Bariloche. Una vez en la cima, la vista fue asombrosa y totalmente inesperada. Nos quedamos impresionados. Hacía mucho viento, por lo que buscamos reparo en el bar del refugio que a esa hora debería estar cerrado. Sin embargo ahí estaba Juan Martín, un señor de origen mapuche de 59 años, con problemas de pronunciación y tal vez de soledad, pero con un corazón tan grande como sus manos.

Martin vive en la montaña. Es amigo de los dueños y se queda allí cuando los trabajadores terminan su turno a las 6 pm. “En buena onda” dice, aunque creo que quiere decir que lo hace gratis a cambio de un lugar para dormir.

Cuando le pedimos una copa de vino nos aconseja comprar la botella, porque saldría más económico. Y tiene razón, porque una segunda ronda nos hubiera costado más que la botella entera. Mientras contamos los pesos para pagar, Martín desaparece en la cocina y vuelve con un trozo gigante de tarta de frambuesas y me dice con fuerte acento argentino: “Con esto, tu cumpleaños será inolvidable”. Sus ojos son dos pequeñas esferas brillantes con más arrugas a los lados que en la frente. Mientras que su sonrisa pícara recuerda una inocencia que la mayoría de nosotros hemos perdido en el camino. En la cabaza, ligeramente caída de un lado, lleva la boina, el gorro típico de los gauchos argentinos.

Paso detrás del mostrador y lo abrazo. Nos tomamos una foto juntos y él bromeando me dice que en las fotos se ve mejor de espaldas. Me río, lo abrazo y le agradezco. 

Cuando me siento a servir el vino, leo la etiqueta detrás de la botella que habla de un tal Dante Robino, un italiano nacido en Piemonte y criado en Mendoza, que había viajado desde los Alpes hasta los Andes trayendo consigo la tradición familiar del vino. 

Martín escucha música tradicional desde su celular, que luego descubro ser Amutuy Soledad de Los Hermanos Berbel.

Sentado en la ventana, miro un paisaje montañoso vasto e inexplorado pero a la vez extrañamente familiar y escucho la historia de un extraño sobre una lucha campesina que me recuerda las historias de mis abuelos, mientras bebo un vino producido en un país lejano pero nacido desde la misma tierra en la que yo nací.

El viento sopla con fuerza sobre la montaña, cae la noche y con ella las nubes y una llovizna fina. Abrazo a Martín por última vez, agradeciéndole a el las historias y a la vida el regalo inesperado.

Prendo la frontal y empiezo a descender hacia la oscuridad del bosque, tranquilo, pensando que Martin está allí para cuidar la montaña y sus visitantes.

“Dopo aver scritto Cento anni di solitudine, in Barranquilla un giovane si fece avanti confessando di avere una coda di maiale. É sufficiente aprire i giornali per sapere che tra di noi le cose straordinarie succedono tutti i giorni.”

Gabriel García Márquez


Alcuni giorni fa è stato il mio compleanno.

Ho sentito il desiderio di una montagna e così siamo saliti alla cima del cerro Campanario, una piccola montagna a lato di San Carlos de Bariloche. Arrivati in cima la vista era incredibile e totalmente inaspettata. Siamo rimasti senza fiato. C’era molto vento, così ci siamo riparati nel bar del rifugio che a quella ora sarebbe dovuto essere chiuso. Invece c’era Juan Martín, un signore di 59 anni, di origine Mapuche, con problemi di pronuncia e forse di solitudine, però con un cuore grande come le sue mani. Lui vive sulla montagna. É amico dei proprietari e resta lì quando i lavoratori finiscono il turno alle 18. “En buena onda” dice lui, mentre credo voglia dire che lo fa gratis in cambio di un posto dove dormire. 

Quando gli chiediamo un bicchiere di vino ci consiglia di comprare la bottiglia, che conviene. Ed ha ragione lui, perché un secondo giro ci sarebbe costato più della bottiglia intera. Mentre contiamo i pesos per pagare, Martin sparisce nella cucina e torna con una fetta gigante di torta ai lamponi e mi dice con un forte accento argentino: “Con esta, tu cumpleaños será inolvidable” (Con questa il tuo compleanno sarà indimenticabile). 

I suoi occhi sono due piccole sfere brillanti con più rughe ai lati che sulla fronte. Mentre il suo sorriso malandrino ricorda una innocenza che la maggior parte di noi ha perduto nel cammino. Sulla testa, un poco caduta da un lato, si appoggia la boina, il berretto tipico dei Gauchos argentini. 

Faccio il giro del bancone e lo abbraccio. Ci facciamo scattare una foto insieme e mi dice scherzosamente che nelle foto lui viene meglio di spalle. 

Rido, lo stringo e lo ringrazio. 

Cuando mi siedo a versare il vino, leggo l’etichetta dietro la bottiglia che parla di un tal Dante Robino, un italiano nato in Piemonte e cresciuto in Mendoza, che aveva viaggiato dalle Alpi alle Ande portando con sé la tradizione famigliare del vino. 

Martin ascolta musica tradizionale dal suo cellulare, che più tardi scopro essere Amutuy Soledad di Los Hermanos Berbel.

Seduto alla finestra, guardo un paesaggio montagnoso vasto ed inesplorato ma al tempo stesso stranamente famigliare ed ascolto la storia di una lotta contadina di un estraneo che mi ricorda i racconti dei miei nonni, mentre bevo un vino prodotto in un paese lontana ma nato dalla stessa terra da cui sono nato io. 

Il vento soffia forte sulla montagna, scende la notte e con essa le nubi ed una pioggerellina fine. 

Abbraccio un’ultima volta Martin, ringraziando lui per i racconti e la vita per il regalo inaspettato.

Accendo la frontale e comincio a scendere nella oscurità del bosco, tranquillo con il pensiero che c’è Martin a prendersi cura della montagna e dei suoi visitanti. 

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